miércoles, 26 de septiembre de 2007

Sobre la justicia de los hombres

El comentario que ha hecho nacho p. a mi anterior entrada me ha abierto los ojos sobre un asunto, que como en tantos otros, existe una gran confusión dentro del mundo católico.

Me refiero al tema de la justicia. Cuando hablamos de ella el barullo que nos hacemos es de órdago ya que aplicamos los principios morales a situaciones y finalidades dispares sin discriminarlas rectamente.

Me explico. No hay normal moral más grande ni más importante que el amor. Esto es incuestionable, pero en función de la coyuntura el amor se expresará de formas distintas. También hay otro principio moral que aunque no contradice el amor si lo complementa y perfecciona y este es la justicia. Si, en esto estaremos de acuerdo, justicia sin amor sería crueldad, no es menos cierto que amor sin justicia nos conduciría al paternalismo y la lenidad.

Entraré en la casuística. La primera confusión que tenemos es pensar que la sociedad, a través del estado, debe tener el mismo comportamiento que lo individuos. ¡Nada más lejos de la realidad!. Si bien es verdad que para los individuos no solo es encomiable sino que, desde la óptica cristiana, es necesario perdonar o pasar por alto las faltas que nos infligen, para el estado esto no así. Lo digo, porque una de sus principales funciones es defendernos. Pongamos un ejemplo, si a mí mañana me atracan por la calle tengo derecho a mi legítima defensa, ¿verdad?: Sí, pero podría no defenderme y darle todo el dinero que lleve al ladrón y amarle aunque sea un enemigo, esto aunque extraño lo hacen los cristianos de verdad. No es obligatorio este comportamiento heroico pero los santos lo hacen, porque ellos siempre actúan más allá de lo moral, movidos por el amor. Pero, sin embargo, si la circunstancia cambia y mañana un cristiano santo llega a casa y se encuentra a un desalmado tratando de violar a su hijita de ocho años: ¿qué tiene que hacer?, ¿le dirá acaso: «perdónalo, hija»?: No, bajo ningún concepto. Tendrá que defenderla a costa incluso de su vida y hacerlo con eficacia, a puñetazos y si de esta forma no fuera suficiente para reducir al malhechor, con cuchillo o pistola. Todo menos dejar indefensa a su hija. Y si no lo hiciera faltaría atrozmente a su obligación. Además, no es lo mismo tu hijo que un extraño por la calle, no auxiliar a una víctima de un atraco supondría una falta de caridad pero no tan grave como la de no hacerlo con tu propio hijo pequeño con el que tienes el grave deber de defender. Lo mismo pasa con el estado y sus ciudadanos, ser indulgente le llevaría a una falta de lesa justicia para con nosotros.

Con los ejemplos mencionados vemos con más claridad como la recta moral nos aconseja a actuar de forma distintas en función de las circunstancias y de los sujetos que las protagonizan. Por tanto, continuando con el comienzo de esta entrada, esperar que el estado tenga una forma de comportarse llamémosla cristiana como si de un individuo y frente a sí mismo se tratara es un error muy común entre los católicos.

Concluyendo, en mi anterior entrada defendía la superioridad de la finalidad punitiva y compensatoria sobre la de la reinserción para la justicia. Parece que hay gente que aduciendo razones de índole de fe rechaza tal aserto ya que piensan - hay mucho sensible, aunque generalmenente esta sensibilidad se acentúa con la acciones de los demás y muy poco con la propias - que soy muy duro y que lo que digo no es cristiano. Bien, pondré algunos párrafos del catecismo de la Iglesia Católica para zanjar la polémica de si esto que sostengo, tanto en esta entrada como en la anterior, es o no cristiano.

2265 La legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave, para el que es responsable de la vida de otro, del bien común de la familia o de la sociedad.”

2266 La preservación del bien común de la sociedad exige colocar al agresor en estado de no poder causar perjuicio. Por este motivo la enseñanza tradicional de la Iglesia ha reconocido el justo fundamento del derecho y deber de la legítima autoridad pública para aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito, sin excluir, en casos de extrema gravedad, el recurso a la pena de muerte. Por motivos análogos quienes poseen la autoridad tienen el derecho de rechazar por medio de las armas a los agresores de la sociedad que tienen a su cargo.
Las penas tienen como primer efecto el de compensar el desorden introducido por la falta. Cuando la pena es aceptada voluntariamente por el culpable, tiene un valor de expiación. La pena tiene como efecto, además, preservar el orden público y la seguridad de las personas. Finalmente, tiene también un valor medicinal, puesto que debe, en la medida de lo posible, contribuir a la enmienda del culpable (cf Lc 23, 40-43).

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