jueves, 3 de mayo de 2007

Niño mimado niño estropeado

La educación de los hijos es uno de los grandes temas de ayer, de hoy y de siempre. Sin embargo, es aquí donde se pulsa con claridad el estado de la grave enfermedad moral que aqueja a nuestra sociedad occidental. No sé si esta es la raíz o la consecuencia del problema; pero, desde luego, es la causa del empeoramiento seguro que se nos avecina.

Viene a mi memoria la anécdota que ocurrió hace unos años en un colegio anterior de mi hijos. Resulta, que como los profesores sentían una fuerte complicidad con mi mujer – no hay nada como ser maestro para que los criterios progres se pongan en solfa – le contaron que en el comedor una niña de cuatro años no quería tomar la leche; como el profesor responsable la obligó a hacerlo – con la suavidad que se hace hoy en los colegios, ¡no se vayan a creer! -, la niña, ni corta ni perezosa, cogió el vaso y, mirando fijamente a los ojos del profesor, dio media vuelta a su muñeca, derramando todo el contenido al suelo. Acto seguido la díscola niña fue castigada a recogerlo con una fregona. Al día siguiente, el padre de la criatura fue al colegio, no porque nadie la llamara a capítulo sino para protestar, hecho un basilisco, por el trato dado a su hija, ya que, según él, su niñita no era ninguna criada como para fregar el suelo del colegio. Sorprendente, ¿verdad?. Pero, lo queramos o no, existe una justicia y unas repercusiones frente nuestros actos y no solo en la otra vida. Efectivamente, la personalidad asnal de este progenitor tendrá su castigo en el provenir de su hija. Esta chiquilla hubiera necesitado dos pares de bofetadas: uno, del profesor, antes de recoger con una bayeta la leche y el otro, del padre, cuando se lo contó en casa, para regañarla por su trastada y para reafirmar, de paso, la autoridad del profesor. Esta medicina le hubiera hecho un bien impagable y, posiblemente, tal lección le hubiera dejado una huella indeleble, evitándole muchísimos futuros quebraderos de cabeza.

Pero no y claro, eso es lo que estamos creando: una sociedad de inmaduros, incapaces de hacer nada, ni por ellos mismos ni por nadie, que les exija el más mínimo sacrificio. Y sin sacrificio no hay ni ciencia, ni familias, ni empresas, ni nada que valga la pena. Lo que ocurre es que ahora no se educa. Para hacerlo hay que castigar, corregir y decirles a los hijos una palabra que desconocen: “no”.

Una de las razones de esta situación es la comodidad. Por un lado, tanto el padre como la madre trabajan fuera de casa y, claro, para un rato que se ven con sus hijos no se van a enfrentar a ellos. Porque educar exige mucho sacrificio, es un esfuerzo grande y continuado y que provoca no pocos conflictos. Por otro lado, la visión hedonista nos seduce para que evitemos cualquier choque y busquemos otras ocupaciones más placenteras tal y como ver algún programa de televisión.

Otro de los motivos es el enfermizo temor a que nuestros hijos sufran. Dejémosles que se diviertan – dicen muchos padres -, son pequeños – diecisiete añitos la criatura -, no volverán a ser jóvenes, no hay que ser tan duros como fueron nuestros padres, los tiempos han cambiado. Todas estas majaderías se oyen cada día. Cuando la realidad es que no hay mayor sufrimiento que la insaciable y antojadiza voluntad de un niño mimado.

Por último, el reducido número de hijos, algo no solo contra la voluntad de Dios sino contra lo que es lógico y natural - ambas cosas suelen ser coincidentes aunque, a veces, no a simple vista – provoca la atención desmedida sobre ellos con lo que no les hacemos ningún bien. No hay mejor escuela de padres que tener muchos hijos y no hay mejor regalo para un chico que tener un hermano más.

Me queda la esperanza de que la siguiente generación conocedora, por los frutos, del mal que les han inflingido sus padres harán todo lo posible por rectificarlo en nuestros nietos y, si no, en los bisnietos.

1 comentario:

Alberto Tarifa Valentín-Gamazo dijo...

Buen análisis, y efectivamente, nos queda la esperanza de que la nueva generación escarmiente en cabeza ajena (o propia).

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